viernes, 31 de octubre de 2008

Susana...(inacabada)

¡Susana!, ¡Susana! Alguien no paraba de gritar mi nombre, pero yo, hundida en la frondosa vegetación de mi jardín, no estaba dispuesta a despertar de mi ensoñación, de darle la espalda al viento que de frente venía, meciendo suavemente mi corto cabello. La brisa de la tarde me traía a la memoria una serie de imágenes de las que apenas tenía constancia. Era yo, de niña, sentada en el regazo de una mujer. Ésta me acariciaba suavemente la cabeza mientras tarareaba una cancioncilla pegadiza. Yo reía feliz, dejando entrever la ausencia de algunos de mis dientes. Estábamos sentadas en el porche de una pequeña casa de madera. Frente a nosotras se extendía el amplio trigal, meciéndose al compás del viento. La puerta de la casa estaba abierta y la cortina que cubría la entrada se hallaba en tenue vaivén. Del interior salía el aroma del café recién hecho y el estruendo de tazas y platos chocando. El sol llegaba a su ocaso diario y los pájaros, que durante la mañana largamente habían cantado, iban recogiendo sus alas y acurrucados en sus nidos cerraban sus tiernos ojillos.
El cielo se descubría ahora raso y limpio. Un tono anaranjado iba cubriendo todo cuanto a mi alrededor se hallaba. Del interior salía ahora la voz un tanto apagada del locutor de la única emisora del pueblo. Mientras tanto, yo seguía allí, acurrucada, en medio de la ensoñación, sintiendo esa delicada mano sobre mi mejilla.
Mientras más lo intentaba más borrosa se hacía mi memoria. No era capaz de recordar de quien eran esas dulces manos, ni esa melodiosa voz que me susurraba. Mi mente era como una foto antigua que con el paso del tiempo había perdido toda su nitidez, dejando trazos borrosos tras sí. No lograba recordar su rostro, tan sólo me quedaban esas cálidas manos y esa voz. ¡Oh!, cuánta paz transmitía esa voz y qué segura me sentía acurrucada en su regazo.
Volví a oír mi nombre, esta vez la voz se encontraba en frente de mí. Era mi amiga Charlotte, que vivía en la casa contigua a la mía. Parecía algo asustada, o al menos eso me pareció en cuanto abrí los ojos y la vi de pie, observándome fijamente, sin el más mínimo parpadeo.
[...]

martes, 21 de octubre de 2008

Todo él...

La encontré perdida. Llevaba varios días así, o quizás llevara así desde la primera vez, aquella vez en que dijo adiós a lo que más apreciaba. Se desmoronó su interior, un interior que hasta la fecha había estado iluminado por un gran foco, haciendo imposible la penumbra, el llanto.
Cambió el envoltorio por él, incluso interiormente dejó de ser lo que era, viento que viaja libre, sin ataduras, sin saber nunca por donde iba a salir. Así era ella.
En el espejo se ve ahora reflejada en pedazos, las grietas van permitiendo la fuga de su ser.
¿Qué quedó de ella? Nada, o casi nada. Rastrojos, desechos. La soledad la ha consumido. Sin ser capaz de apartar la vista de la estela, de la huella que él dejó y que la lastima cada segundo en el que no están juntos. Su recuerdo es su vida, su rostro, sus manos, todo él.