lunes, 29 de noviembre de 2010

De un niño dibujante

Ciento quince kilos conforman su figura, ciento quince kilos de trazos sobre el papel. Dibujante desde edad temprana, apasionado de las siluetas del mundo. A sus veinticinco años ha comprendido que su realidad se desdibuja cada mañana a través de su ventana. Las cortinas rojizas de su habitación transfiguran las hebras de sol al despuntar el alba y él, ansioso descubridor de lo nuevo, permanece diez minutos más en el calor de las sábanas con la mirada en el techo, donde las líneas producidas por el sol al traspasar la cortina, serpentean a su aire creando nuevas siluetas que jamás imaginó.
Sueña y, en sus sueños, su mano perfila el rostro de las personas de su vida. Despierto, esos rostros se entremezclan con los personajes de su imaginario dando lugar a las criaturas más maravillosas jamás creadas. Son suyas, son él mismo. Son sus temores y su confianza. Son la risa y las lágrimas que una vez vertió.
Las líneas que surcan lo que antes fuera una página en blanco en su cuaderno, son las historias que ha vivido y revivido, los granos que han ido conformando su historia desde la primera vez que cogió un lápiz y dibujó en las paredes de su habitación.
Ha sido el luchador vencido en su última batalla sobre un rin. Ha sido el joven Florentino Ariza enfermo por sus viejos recuerdos a la espera de algo que no llegaría. Ha sido un ángel sin alas y el capitán de un barco naufragado.
Construye su universo al caminar. Su mente es el estudio de un pintor: botes de aguarrás, paletas y pinceles. Los lienzos, la propia calle: la Alameda, la calle feria, la Encarnación, todas forman parte de ese estudio del que él es el único dueño.
Extrovertido y locuaz. Las calles se rinden a su paso. Rezuma la ternura de una madre y la inocencia de un niño. Puedes verle danzando sin parar con su mirada picarona y su risilla entrecortada caminando por las librerías y deteniéndose en las terrazas para disfrutar de la buena cerveza y de la energía del sol en los días de primavera.
Es ususal verle absorto en un río de ideas que sólo él comprende, como también lo es verle recordando su infancia. Su mirada se ilumina cuando evoca aquellas tardes después del colegio en que su padre le cogía en brazos y lo sentaba en sus piernas. Recuerda con felicidad y añoranza los trazos diluidos del padre sobre su propio lienzo, los pinceles esparcidos por la mesa del salón, las acuarelas abiertas y su peculiar aroma, la mirada de concentración que su padre revelaba con cada pincelada, la fusión de pigmentos, el juego de luces, ante su mirada de asombro.
Ahora, cada trazo propio le hace alternar entre momentos específicos de esos años: los gestos, una sonrisa concreta, las heridas...y lo que es hoy. Lastimado y con la cabeza gacha, piensa que jamás podrá iniciar la obra de su vida, que jamás será pincel y agua y se conforma con mirar otras ventanas mientras su color se escapa.



En mis manos
las gotas que otro tiempo bebimos
En mis pies
la carretera que un día pisamos
Mi cuerpo de lluvia y arena
desciende hacia surcos ciegos
sobre la piel húmeda
de quien acaba de nacer.

martes, 16 de noviembre de 2010

La palabra adecuada perdida es como la piedra más hermosa que resbala de tus manos y vuelve al río. Sentado y triste, vuelves a introducir una vez más tu mano en el río con la esperanza de recuperarla pero, al extraer tu mano del agua con tu deseo agarrado por unos finos dedos, lo hallado no es lo esperado. En ese instante puedes hacer dos cosas:
resignarte por la piedra perdida en ese frío caudal que es tu mente o seguir introduciendo tu mano hasta volver a encontrarla.
Elige.

sábado, 6 de noviembre de 2010

Una historia real

El sol se ha apagado en su pequeño reino. El ruido de tazas ha cesado. Fuera, la vida sigue con el otoño cubriendo de finas capas las aceras. Los coches pasan a gran velocidad por las estrechas calles, las familias bajan como cada día al bar a desayunar y los dependientes de las tiendas abren de nuevo las puertas y resoplan contando por un instante las horas que aún les quedan. Las persianas del barrio comienzan su lento ascenso y el candor de la noche se desliza raudo y tropieza con la brisa húmeda de la mañana. Nadie parece reparar en la vieja ventana del segundo piso del bloque tres. Hace días que permanece cerrada. Las cortinas echadas y el silencio golpeando los cristales.
A lo largo de diez días, nadie ha echado en falta a esa pareja de ancianos que cada tarde salía con pasos torpes a pasear por el parque. Él, encorvado por los años, sacaba las fuerzas de donde no las había y mantenía en pie a su dulce esposa, cuya flor se cerraba cada noche un poco más. Él, que cada mañana se acercaba a la cama y besaba el rostro de la mujer que le había acompañado 60 años, llenaba de vida el cuerpo débil de su amiga. La alimentaba, la bañaba y vestía. La peinaba y la hacía sentir aún joven. Le cantaba y contaba historias.El tiempo era la rutina de una supervivencia mutua y un único deseo, ganar un días más juntos. Sólo le bastaba ver la sonrisa en la cara de ella para recuperar el ánimo y continuar caminando.
Ahora él yace inmóvil en el suelo de la habitación. Su mirada perdida en dirección a la cama donde todavía duerme su esposa. Cuando despertó, el vacío se desplomó sobre ella. En el suelo, junto a la puerta, vio la mano tendida de él.
Ningún vecino había reparado en ellos, ninguno fue capaz de imaginar que dentro de esas paredes, media vida lloraba por la mitad que se había ido.