miércoles, 18 de marzo de 2009

En el leve tintineo

Hace tiempo que ya no te veo, entonaba junto Bunbury sentanda al borde de la cama mientras estas palabras escribía. Podría decir que me encontraba asustada, escondida entre las finas sábanas que un día nos arroparon. Los ruidos externos camuflando los ecos olvidados en estas paredes. Conversaciones nocturnas que quizás no significaban nada. Intentos vanos por expresar lo que no puede ser expresado, silencio entre nosotros, sólo silencio. Quizás ahora sea demasiado tarde para comenzar a hablar o puede que éste sea nuestro verdadero comienzo, en la distancia. Recapacitando cada uno sobre nuestros presurosos actos.
Nada importa ya. Cuanto sin sentido derramado alrededor nuestra. Cada palabra era como una nota dibujada al viento, sin acompañamiento, sin ese pentagrama sirviendo de pilar.
Un revoloteo incesante sobre nosotros mismos y...de repente llegó el silencio, como planeado para intensificar la escena, para hacernos pensar en las notas anteriores. Pero ese silencio no desapareció como en cualquier obra musical una vez cumplido el objetivo. Ese silencio sigue ahí, largo, más intenso aún si cabe, aguardando su total ruptura, aguardando por esas nuevas notas que, quizás esta vez, logren crear nuestra maravillosa obra.

martes, 3 de marzo de 2009

Se miraba en el espejo y no se reconocía. Las arrugas habían ido ocupando durante años todos los lugares inhabitados de su rostro. Con las manos en las mejillas, iba deslizando lentamente sus dedos, surcando los pliegues. Desde la boca a la nariz, de ahí a los ojos, repasando el contorno, siguiendo la línea para acabar en la frente, donde las arrugas se hacían más profundas.
Haciendo muecas, estiraba y relajaba su cara, pendiente a cuanto cambio se iba produciendo paulatinamente.
Sus dedos, aun finos y tersos, veían ahora lo que sus ojos vieron y comprendió, por fin, que había llegado el momento que más había estado temiendo a lo largo de su vida.
Toda la mañana estuvo ahí, de pie, con la mirada en el rostro que el espejo reflejaba y que tan extraño le seguía pareciendo.
La poca luz que todavía la acompañaba estaba desapareciendo, dibujando un juego de sombras que finalmente se hicieron invisibles, mientras ella seguía ahí, inmóvil, sintiendo el tacto áspero de su piel.
La noche había caído en el exterior, momento de plenitud de los jóvenes, época de Baudelaire, como ya apuntaron numerosos poetas. El bullicio iba traspasando las paredes, resonando con más fuerza en la pequeña habitación que resguardaba a la dama ya marchita.
Ésta, en un momento de locura, había salido precipitadamente de la habitación, dejando aquella imagen aun reflejada en el espejo. Dispuesta a no dejarse derrotar, salió a la calle y comenzó a correr, aparcando su realidad a un lado. Corría y corría, sin saber su destino, sólo queriendo sentir el aire húmedo de la noche en su frágil piel. Se tropezaba una y otra vez con los viandantes que la miraban desconcertados, con esos jóvenes incapaces de percibir su esencia más pura, el espíritu ágil que aun se encontraba en su interior, dispuesto a no perecer.