martes, 3 de marzo de 2009

Se miraba en el espejo y no se reconocía. Las arrugas habían ido ocupando durante años todos los lugares inhabitados de su rostro. Con las manos en las mejillas, iba deslizando lentamente sus dedos, surcando los pliegues. Desde la boca a la nariz, de ahí a los ojos, repasando el contorno, siguiendo la línea para acabar en la frente, donde las arrugas se hacían más profundas.
Haciendo muecas, estiraba y relajaba su cara, pendiente a cuanto cambio se iba produciendo paulatinamente.
Sus dedos, aun finos y tersos, veían ahora lo que sus ojos vieron y comprendió, por fin, que había llegado el momento que más había estado temiendo a lo largo de su vida.
Toda la mañana estuvo ahí, de pie, con la mirada en el rostro que el espejo reflejaba y que tan extraño le seguía pareciendo.
La poca luz que todavía la acompañaba estaba desapareciendo, dibujando un juego de sombras que finalmente se hicieron invisibles, mientras ella seguía ahí, inmóvil, sintiendo el tacto áspero de su piel.
La noche había caído en el exterior, momento de plenitud de los jóvenes, época de Baudelaire, como ya apuntaron numerosos poetas. El bullicio iba traspasando las paredes, resonando con más fuerza en la pequeña habitación que resguardaba a la dama ya marchita.
Ésta, en un momento de locura, había salido precipitadamente de la habitación, dejando aquella imagen aun reflejada en el espejo. Dispuesta a no dejarse derrotar, salió a la calle y comenzó a correr, aparcando su realidad a un lado. Corría y corría, sin saber su destino, sólo queriendo sentir el aire húmedo de la noche en su frágil piel. Se tropezaba una y otra vez con los viandantes que la miraban desconcertados, con esos jóvenes incapaces de percibir su esencia más pura, el espíritu ágil que aun se encontraba en su interior, dispuesto a no perecer.

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