Portaba su sombrero con la gracia de un gánster de los años veinte.
Su pelo, ya sin brillo, le había demostrado que el tiempo no perdonaba a nadie.
Aquí todos le conocían,
aunque ninguno supiera su nombre.
Cada mañana volvía a coger el sombrero y el bastón que tanto miedo infundieron.
Se miraba al espejo, una leve mueca y se disponía, una vez más,
a despedirse de las calles empedradas de su ciudad.
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