sábado, 6 de noviembre de 2010

Una historia real

El sol se ha apagado en su pequeño reino. El ruido de tazas ha cesado. Fuera, la vida sigue con el otoño cubriendo de finas capas las aceras. Los coches pasan a gran velocidad por las estrechas calles, las familias bajan como cada día al bar a desayunar y los dependientes de las tiendas abren de nuevo las puertas y resoplan contando por un instante las horas que aún les quedan. Las persianas del barrio comienzan su lento ascenso y el candor de la noche se desliza raudo y tropieza con la brisa húmeda de la mañana. Nadie parece reparar en la vieja ventana del segundo piso del bloque tres. Hace días que permanece cerrada. Las cortinas echadas y el silencio golpeando los cristales.
A lo largo de diez días, nadie ha echado en falta a esa pareja de ancianos que cada tarde salía con pasos torpes a pasear por el parque. Él, encorvado por los años, sacaba las fuerzas de donde no las había y mantenía en pie a su dulce esposa, cuya flor se cerraba cada noche un poco más. Él, que cada mañana se acercaba a la cama y besaba el rostro de la mujer que le había acompañado 60 años, llenaba de vida el cuerpo débil de su amiga. La alimentaba, la bañaba y vestía. La peinaba y la hacía sentir aún joven. Le cantaba y contaba historias.El tiempo era la rutina de una supervivencia mutua y un único deseo, ganar un días más juntos. Sólo le bastaba ver la sonrisa en la cara de ella para recuperar el ánimo y continuar caminando.
Ahora él yace inmóvil en el suelo de la habitación. Su mirada perdida en dirección a la cama donde todavía duerme su esposa. Cuando despertó, el vacío se desplomó sobre ella. En el suelo, junto a la puerta, vio la mano tendida de él.
Ningún vecino había reparado en ellos, ninguno fue capaz de imaginar que dentro de esas paredes, media vida lloraba por la mitad que se había ido.

No hay comentarios: