En los días de lluvia me gusta asomarme a la ventana de mi cocina, coger un vaso de leche, zumo o café y contemplar cómo esas minúsculas gotas chocan contra el suelo.
En esos días mi barrio parece dormido, sólo unos pocos son los valientes que deciden andar sobre suelo mojado.
Desde mi ventana me gusta contarlos. Me gusta contar, también, las finas hebras de agua que van formando ríos en las calles, lagunas en las aceras, mares en los jardines. Agradezco ese silencio compuesto por el repiqueteo de gotas. Cloc, cloc, cloc, de arriba a abajo. No se detienen, no descansan.
Desde mi ventana olvido lo que hay a mis espaldas y sólo contemplo lo que tengo delante. Los sonidos del nuevo día se hacen más perceptibles, casi tangibles. Creo poder agarrar el silbido de los pájaros y acariciarlo.
Detrás, todo está apagado. Las puertas están cerradas y detrás de cada una, un sueño, una sonrisa en sus caras, unos abrazos vacíos. Ropa revuelta y envuelta entre las sábanas. Cuerpos desnudos entrelazados, fundidos. Vigilia. Unos cuantos libros apilados. Miles de historias por concluir. Cigarros agotados pero cuya llama aún prende.
En el silencio del sueño, entre el primer aroma del día, las lágrimas se han secado y nada parece doler.
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